El P. Agustín Rivarola Sj, Director de Pastoral de nuestro Colegio, comparte con nosotros la 2da. parte de este interesante artículo del P. Melloni Sj.
Algo semejante a lo que hemos dicho sobre el ver y el mirar podemos decir a propósito del oír y el escuchar: Oír hace referencia al acto simple, desnudo, de percibir un sonido; escuchar es el acto reflejo, consciente, atento, de ese oír. Sucede que con frecuencia escuchamos sin oír, del mismo modo que también oímos sin escuchar.
Escuchar sin oír sucede cuando nos esforzamos por confirmar nuestras ideas en lo que dicen los demás, provocando que el decir del otro se convierta en el mero eco o murmullo del propio pensamiento. Por querer escuchar algo preciso, se obstaculiza el simple oír. Cuenta un relato Zen que un discípulo se quejaba continuamente a su Maestro de estar ocultándole el último secreto para alcanzar la iluminación. El Maestro, sin embargo, no tenía la más mínima intención de ocultarle nada. Un día, maestro y discípulo salieron a pasear juntos por el bosque. Mientras caminaban, oyeron cantar a un pájaro.
- «¿Has oído el canto de ese pájaro?»
- «Sí», respondió el discípulo, comprendiéndolo todo de repente.
- «Bien, ahora ya sabes que no te he estado ocultando nada», le dijo el Maestro.
- «En efecto», asintió el discípulo.
La pregunta del Maestro no es: «¿has escuchado?», sino simplemente: «¿has oído?». Si el discípulo hubiera querido escuchar el canto del pájaro, no lo habría oído, porque su propia avidez y tensión le habría bloqueado. Oír, simplemente oír, sin interponer nada más, ni siquiera el deseo de querer oír, es un acto puro, por el cual el mundo –como a través de los otros sentidos en estado de inocencia- recobra su condición paradisíaca, es decir, teofánica. Lo que nos separa del oír –como de aquel ver- son los ruidos internos que distorsionan esa receptividad. Y esas distorsiones están en el querer captar, atrapar, comprender...
Ahora bien, en el ámbito de las relaciones humanas hemos de invertir los términos y decir más bien que oímos sin escuchar, porque en este terreno lo que acontece no es tanto el obstáculo de un escuchar selectivo cuanto el abandono del interés por el otro. Nos llegan sonidos del hablar ajeno, oímos sus ruidos, pero no sus palabras. Las palabras sólo se abren con la escucha. La escasez de escucha en la comunicación humana actual es a la vez causa y consecuencia de ese exceso de palabras que padecemos. Causa, porque al no sentirnos escuchados pensamos que hablando más tal vez conseguiremos hacer llegar algo a nuestro interlocutor. Consecuencia, porque ante tal torrente de palabras optamos por no escuchar, ya que no somos capaces de asimilar tanta información.
¿Cómo restaurar en nosotros la doble capacidad de oír y de escuchar? El oído se restablece por tiempos gratuitos en los que impregnarse de música y de los sonidos de la naturaleza: el crepitar del fuego, el correr de un río, el trinar de las aves, la brisa meciendo las hojas y las ramas de los árboles... La escucha, en cambio, se restaura en el Silencio, en la capacidad de acoger en silencio a Aquel que habla desde el Silencio. Tras horas y horas de estar ahí callando, tan sólo escuchando, se acaba oyendo la Palabra de la que brota toda otra palabra humana. En una cultura del ruido como la nuestra, nos aterra el Silencio, porque lo confundimos con el mutismo. Unos oídos saturados de ruido no pueden percibir el sonido del Silencio. Quizá la imagen de ello sea esa música-máquina que traspúa a través de los walkmans de vecinos cada vez más frecuentes en nuestros transportes públicos. La inquietud se resuelve con más inquietud.
En un entorno así, cuando nos quedamos en silencio, se nos revelan todos nuestros ruidos internos, que antes nos pasaban desapercibidos. El Silencio es un ejercicio iniciático, es decir, un proceso complejo de muerte-resurrección. Cuando con tesón y constancia –y también con confianza- se consiguen pacificar ruidos y otras voces, el Silencio se va revelando Palabra. Quien se ejercita en el Silencio se convierte en un gran oyente, y la calidad de su escucha al hablar humano es tal, que aquellos que hablan con él o con ella sienten recuperar el valor de sus propias palabras, las cuales también se van lentificando y densificando como fruto de ser de tal modo oídas y escuchadas, es decir, recibidas y acogidas.
El modo de hablar de Dios es como su escucha: en silencio. Dios es la Palabra y, al mismo tiempo, el gran Oyente, que acoge nuestras palabras dispersas, despeinadas, inquietas, y les va restituyendo su profundidad. Quien se ha ejercitado en oír y escuchar el Silencio es capaz de entender lo que no es dicho. Así, ese mismo silencio capacita para oír y escuchar la voz de los sin-voz. El Silencio solitario posibilita el oído solidario con todos los silenciados de la Tierra. Nuestro mundo tiene hoy más necesidad que nunca de Silencio, para que el oír humano recobre su doble capacidad de escucha.
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