El P. Agustín Rivarola Sj comparte en el blog esta 1er. parte del texto "Las puertas de los sentidos" para iluminar desde lo ignaciano lo que estamos viendo.
Hoy: el "ver"
Xavier Melloni
Jesuita, Profesor del Instituto de Teología Fundamental, Colaborador de EIDES. Manresa (Barcelona)
Cada uno de nosotros es un mundo dentro del Mundo. Este contacto se establece por los sentidos: salimos al Mundo y entramos a nuestro mundo a través de esas cinco puertas. Los orientales abren una sexta: la mente, algo que Zubiri integraría en las otras cinco hablando de la inteligencia sentiente, es decir, que toda percepción sensitiva del mundo es siempre, en el ser humano, ya una percepción interpretada, es decir, una sensación inteligente.
Por esas puertas de los sentidos salimos de nosotros mismos hacia el Mundo, a la vez que el Mundo entra en nosotros. Atender al modo como transitamos estas aberturas es esencial para crecer en un modo transparente de existir. Porque hay un modo de entrar y de salir por ellas que puede hacerse de manera autocentrada y depredadora o de manera agradecida y generadora de comunión. Tal es la diferencia entre sensualidad y sensitividad, una distinción con frecuencia poco reflexionada: la sensualidad implica una avidez y una dependencia del placer que provocan los sentidos, mientras que la sensitividad es la receptividad de la realidad a través de los órganos de percepción, afinados en sus múltiples registros. Como dice un proverbio oriental, para una persona sin control de sí misma los sentidos son sus peores enemigos; pero para una persona que se ejercite en el autodominio se convierten en sus mejores amigos. Vivimos, sin embargo, en una cultura que los exacerba, que los satura, en lugar de desarrollarlos.
Pero todavía hay más: atender al uso de los sentidos se puede concebir como un ejercicio iniciático. Ejercicio iniciático en tanto hay un modo contemplativo de estar en el mundo que nos capacita para percibir a Dios como Presencia primera y constitutiva de la Realidad, latiendo en todas las cosas. Porque, en definitiva, lo que nuestros ojos quieren ver, lo que nuestros oídos quieren oír, lo que nuestro tacto quiere palpar... es el Rostro-más-allá-de-los-rostros que se manifiesta a través de las formas. Así pues, los sentidos no son sólo puertas entre nuestro mundo interno y el Mundo exterior, sino umbrales que abren al Trans-mundo que late en el mundo y al que sólo se puede llegar a través del mismo mundo.
Tal concepción iniciática de los sentidos supone que el mundo fenoménico no es estorbo, sino manifestación de la Presencia última que late en las cosas. Se trata de percibir por los sentidos que el mundo es incandescencia de Dios; o, dicho de otro modo, de descubrir la dimensión sagrada de toda experiencia sensible[2]. Así pues, las reflexiones y el trabajo que aquí proponemos no están tanto en la línea de San Juan de la Cruz -«no quieras enviarme / de hoy más ya mensajero / que no saben decirme lo que quiero»[3]- cuanto en el clima de la contemplación ignaciana del Dios presente en todos los elementos (Ejercicios Espirituales, 235-237). Es decir, de Dios danzando en su creación, revelando la Creación como danza de Dios, mostrándola inseparable de Aquel que se manifiesta en su danza. Ahora bien, para captar esto hay que estar muy atento al modo como estamos en el mundo. En la tradición ignaciana, esta percepción se prepara, de algún modo, a través de la Aplicación de sentidos [EE, 121-126] sobre las escenas evangélicas. Lo que aquí presentamos es la aplicación de sentidos sobre las escenas del mundo para percibir la Presencia del Invisible, que revelan al mundo como misterio y transparencia.
Vamos a recorrer cada una de estas seis puertas –incluimos, pues, la puerta oriental de la mente- tratando de mostrar cómo hay un modo de ver, de oír, de oler, de gustar, de tocar y de pensar que nos entumece y encierra en nuestro pequeño mundo opaco y autocentrado, mientras que hay otro modo que nos abre y despliega al Mundo, y que lo va revelando como presencia y transparencia de Dios.
Comenzaremos por aquel sentido que tal vez sea el sentido por antonomasia: el ver.
Ver
Disponemos de dos verbos que usamos casi indistintamente en torno a la vista: ver y mirar. El lenguaje tiene sus razones, y el hecho de que existan estos dos términos no se debe a un derroche de palabras, sino a la riqueza de matices que el lenguaje encierra. Ver hace referencia al impacto espontáneo que reciben los ojos, mientras que mirar indica la concentración de ese acto de ver. Sucede que con demasiada frecuencia miramos sin ver. Esto es: al tener una idea preconcebida de lo que queremos ver, buscamos fuera lo que sólo tenemos en nuestra mente, impidiendo así que la realidad se nos revele como es. Ese «querer ver» es lo que, de hecho, nos impide ver. En lugar de ver, miramos. Pero mirando, no vemos. Nuestra imagen preconcebida se interpone entre nosotros y la exterioridad, separándonos entre un sujeto que mira y un objeto en el mundo que es mirado. Esta separación es lo que nos impide la revelación.
En la espiritualidad Zen se habla entre la diferencia entre la mirada-flecha y la mirada-copa. La mirada-flecha es inquisitiva, discriminadora, analítica, afilada como la punta de una flecha, que excluye todo lo que no la conduce a su objetivo. Se trata de una mirada o actitud útil para ciertas dimensiones de la vida, pero debe ir acompañada por otra mirada que no sea hija de la necesidad o del interés, sino de la gratuidad: la mirada receptiva, abierta como una copa, que no taladra el mundo, sino que lo acoge en sí. Tal es el ver.
Dos son los obstáculos que se interponen en el desarrollo de esta mirada-copa: desde dentro, el mundo de los deseos; desde fuera, la saturación de imágenes de nuestra cultura mediática. Respecto a lo primero, los deseos por los que estamos habitados son impulsos que condicionan nuestro mirar, bien sea porque lo dirigen, bien porque lo bloquean. Educar la mirada significa educar los deseos: evitar que sean ellos los que pongan contenido a nuestro ver y, en lugar de ello, tratar de silenciarlos para que se revele la Presencia en el fondo de las personas y de las cosas.
Por otro lado, hemos de hacer frente al segundo obstáculo: vivimos en una cultura de imágenes construidas, no recibidas, arrojadas a nuestros ojos con fines mercantilistas. Nuestro ver está saturado, y ello nos obliga a defendernos de los impactos visuales con que nos bombardean. Estar sometidos a tal elección nos hace perder la inocencia, es decir, la capacidad de estar simplemente receptivos y de acoger.
Para reparar la sobresaturación de imágenes disponemos de dos ejercicios que están a nuestra disposición. El primero trata de disponer de tiempos prolongados en los que ejercitar la mirada gratuita. Tal vez el espacio privilegiado para ello sea la naturaleza, con sus múltiples matices de colores y formas que se ofrecen sin imponerse, portadores de la presencia de su Hacedor. Así, en contemplación desinteresada y distendida, la mirada-flecha se va convirtiendo en mirada-copa, la cual poco a poco se va disponiendo para captar la dimensión divina de la realidad. El segundo ejercicio es la oración practicada con ausencia de imágenes –cerrando los ojos-, o la concentración en una sola imagen que remita a la Imagen por excelencia, al Rostro de los rostros, «por quien y en vista de quien todo fue hecho» (Col 1,16), y del que toda forma toma su forma: Cristo Jesús. Ante esta única Imagen se va desarrollando el grado más alto y más hondo de aquella mirada-copa, lo que podríamos llamar la mirada-icónica: si al comienzo uno era el que miraba, cuanto más se va entregando y perdiendo en ese mirar, tanto más va descubriendo que, en el fondo, es él el que es mirado. Ese mirar ya no es posesivo, sino oblativo, y por ser oblativo deviene unitivo: el que mira y el que es mirado se hacen uno.
[2] Cf. Karlfried GRAF DURCKHEIM, Hacia la vida iniciática. Meditar porqué y cómo, Ed. Mensajero, Bilbao 1989.
[3] Cántico Espiritual, 6.
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