jueves, 7 de julio de 2011

LA PUERTA DE LOS SENTIDOS Parte V



Compartimos hoy "El tocar".
El bloqueo de la sensualidad vs. el ejercicio de la sensitividad.
Imperdible.
Gracias P. Agustín Rivarola Sj



Por medio del tacto, en cambio, nos aproximamos a lo más rudimentario de la forma, que es su tangibilidad. Palpando nos cercioramos de la presencia de las cosas. Pero en ese mismo tocar está contenida la compulsión de poseer, de apropiarse, de retener lo que –o aquel/la que- ha sido tocado.
En los Evangelios, a través del personaje de María Magdalena, encontramos toda una pedagogía del tocar. Su condición inicial de prostituta remite a la dimensión sensual y autocentrada del tacto: el placer que provoca no conduce a la libertad, sino a la dependencia y a la esclavitud, a la utilización del otro como mero objeto del deseo. Este primer uso del tacto es sanado en María cuando le es permitido ungir los pies de Jesús y secarlos con sus cabellos (Lc 7,37-38). Se trata de una sanación homeopática: a través del mismo gesto que hasta entonces habría tenido en ella una carga erótica o sensual, María es liberada y elevada de nivel: el rito de sometimiento se convierte en gesto de donación, y todo ello no por la supresión o represión del tocar, sino a través de ese mismo tacto, pero de tal modo ahora tocando, que el objeto del deseo se convierte en Persona que desplaza la compulsión del placer en ofrenda. Así, la sensualidad es transmutada en sensitividad.
Consolidada esa etapa, María tendrá que dar un paso más. Tras el acontecimiento pascual, descubrirá que, si bien hay un tiempo para tocar, hay también un tiempo para dejar de hacerlo y aprender a dejar ir, a soltar. Ello le es dado ante el sepulcro vacío, después de llorar desconsoladamente por haber perdido la posibilidad de palpar ni siquiera el cadáver de Jesús. Cuando Jesús resucitado se presenta ante ella, María se abalanza sobre Él. Pero Jesús le dice: «María, no me toques» (Jn 20,17), significando: «María, no me retengas, no me poseas, soy el de antes, pero de otro modo que antes». Es decir, se produce una segunda transfiguración de la tangibilidad, abriéndola propiamente a su dimensión trascendente, aquella que también tuvo que descubrir Tomás cuando aún quería tocar (Jn 20,25-29).
El contacto con la naturaleza es un ámbito en el que poder practicar el primer cambio de nivel: en lugar de la sensualidad de espumas y jabones, de duchas demasiado largas de agua caliente, de camas demasiado blandas y sábanas demasiado suaves, que van atrofiando y entumeciendo, la libertad de caminar con pies descalzos por la hierba o por la arena, palpar la corteza de un árbol y abrazarlo, acariciar entre los dedos un hoja, los pétalos de una flor... La paradoja de nuestra sociedad es que, rodeándonos de objetos y productos cada vez más sofisticados, nos vamos incapacitando y atrofiando para el contacto físico. Nuestro miedo a tocarnos es el reverso de nuestra sensualidad: como nuestro tacto no es puro, sino auto-centrado y tentacular, no nos dejamos tocar, porque nos sentimos profanados. Esta incapacidad para el contacto se hace especialmente dramática con los enfermos y en el ambiente frío de los hospitales: los pacientes aislados en habitaciones asépticas, conectados por mil tubos a la vida, pero separados del calor humano, porque sólo sabemos tocar para usar o succionar, y no para comunicar y entrar en relación.
En el marco litúrgico, una ocasión privilegiada para transfigurar el sentido del tacto es el momento de darse la paz. Un gesto que nos pasa demasiado desapercibido y que, de hacerlo con atención, poseería una gran capacidad sanadora y regeneradora: acoger a la persona que tengo a mi lado a través del contacto con las manos. Cuando doy la mano, me estoy abriendo y confiando a la otra persona, del mismo modo que ella lo está haciendo conmigo. Este gesto, en cambio, lo solemos hacer tímida o mecánicamente, sin mirarnos a los ojos, sin darnos tiempo para palpar esa mano que nos recibe y que recibimos. El ejercicio sereno y continuado de dar la mano del hermano/a nos capacitaría para besar a marginados y mendigos. Recuérdese, si no, al joven Francisco, hijo mimado de comerciantes de Asís, nacido entre sedas y paños mórbidos, con terror a los leprosos, porque la exacerbación de sus sentidos buscaba sólo placer. Cuando la rudeza de la pobreza educó su tacto, ese tacto le capacitó para besar y cuidar de los pobres y leprosos. Es decir, el ejercicio de la sensitividad conduce a la sensibilidad, opuestas al bloqueo que produce la sensualidad.

P. Xavier Melloni Sj


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